A más
de 80 años de la catástrofe natural más grande de la historia de
Cuba, el ciclón del 32, sobrevivientes como Miguel Ángel Xiques
Villafaña demandan recuerdos, pensamientos... Y es que este hombre que hoy ostenta 94 años, con solo 14, siendo apenas un jovenzuelo, se enfrentó al suceso natural más trágico que ha sufrido Cuba en los últimos años. Fue un auténtico David ante un complicado Goliat.
A Miguel lo conocí gracias a un amigo, que además me hizo el favor de regalarme una foto de este señor. Hace un año de esa entrevista. No sé que es de su vida, seguro su hija continúa cuidándolo en el barrio La Cubana en Vertientes, Camagüey. No me perdono mi lejanía. Pero como por estos días se recuerda aquel evento acontecido un 9 de noviembre vale la pena rebuscar en el baúl de textos perdidos y redimirme.
Sus ojos son el reflejo de ese día. Ellos cuentan aquella trágica historia del 9 de noviembre de 1932; hablan del sufrimiento, del desespero; lloran la desgracia, la amargura; han perdido el brillo de la juventud. A sus 94 años Miguel Ángel Xiques Villafaña aún revive las imágenes de cuando su vida cambió por siempre.
Nadie
olvida cuando el mar entró y se lo llevó todo. Ñanguito, como le
dicen a Miguel Ángel, con 14 años se aferró a la vida, pero
recuerda que aquel 9 de noviembre desapareció mucho más que un
pueblo, perdió toda su familia.
“Cuando
muchacho mi vida fue muy dulce hasta los 14 años, después se
convirtió en sufrimiento, amargura, dolor por causa de la
desaparición de mi familia. Nada más quedé yo”, recuerda con
lágrimas Miguel Ángel, uno de los sobrevivientes del paso del
huracán del 32 por el municipio de Santa Cruz del Sur, Camagüey.
“Mi
padre y mi tío habían muerto–
continúa–.
Vivíamos solos mi mamá, mi tía, mi abuela y mis dos hermanas en
una casa de dos pisos. Ese día nos levantamos temprano para ir a
coger el tren porque el Padre Lobezna, desde el observatorio de Belén
ya había anunciado el ciclón. Pero la gente acostumbrada a que
nunca pasara nada en Santa Cruz se confió y Pepe Izquierdo, un
vecino, convenció a mi madre de que nada ocurriría.
“A
eso de las ocho y media el viento estaba fuerte y el mar comenzó
picarse. Me asomé y vi como a la pescadería y carnicería, que
estaba enclavada en el mar, una ola la arrancó, la lanzó y se la
llevó.
“El
agua subía, fuimos para el segundo piso y cuando ya no podíamos
estar ahí los hombres rompieron el techo y salimos. Afuera la
llovizna nos cegaba, los palos volaban, era un infierno. Aguantamos
hasta que la casa empezó a desbaratarse lentamente y cada uno se
regó. No vi a más nadie.
“El
mar me arrastraba y yo intentaba hundirme para dar pie. Entonces
encontré un tubo del que me aguanté hasta que de la casa que quedó
en pie me vieron y del segundo piso me lanzaron unas sábanas
amarradas para sacarme”, concluye.
La
oscuridad de la soledad
Descalzo,
sin comida, semidesnudo y con una astilla de madera alojada en la
espalda contra el omóplato derecho deambuló Miguel Ángel, durante
varios días, en busca de su familia. Pero no los encontró.
Una
señora, vecina del barrio, le dio los primeros auxilios pasado unos
días. Miguel estaba completamente agotado y con la herida infestada.
Lo trasladan para Camagüey y le operan.
A
partir de ese momento comienza una nueva vida para él: se inicia en
una granja escuela, busca trabajo, se independiza, crea su familia y
forma un nuevo hogar.
Las
víctimas, según los periódicos un año después de la tragedia,
rondaban los 3 033, una de las razones de que sea conocido este
ciclón como la catástrofe natural más grande de la historia de
Cuba.
Miguel
Ángel ha sobrevivido otros ciclones como el Flora, el Paloma, Sandy,
porque en estos tiempos existe preparación ante eventos de este
tipo. Nunca más ha sufrido momentos tan trágicos como los de
aquella mañana de desolación en noviembre de 1932.
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