Ellos se conocieron, como jóvenes
intelectuales al fin, en un diplomado de literatura. No se habían
visto nunca, pero un amigo en común los presentó.
Se miraron y nada pasó esa primera
vez. No hubo fuegos artificiales, ni ruidos extraños en el estómago,
los cuales según la abuela indican que hay amor. La primera clase y
nada.
La segunda y ahí él percibió cierto
encantamiento. Esa misma noche compartieron la velada junto a otros
intelectuales que por cansancio desaparecieron uno a uno. Hasta que
se quedaron solos. Ella no lo miraba directamente, pero él
aseguraba, y asegura por su orgullo masculino, que había fuego.
Él no estaba seguro. Dudaba. Pero…
Ella salió.
- Y ahora – pensó él.
Pero ella volvió enseguida. Traía en
sus manos una libreta manchada de tanto tacto y arrugada de tanta
pasión. Abrió la boca y comenzó a leerle una erótica historia.
Mientras sus labios describían cómo las manos del protagonista
recorrían el cuerpo de aquella mujer y el deseo se activaba a la par
que las miradas de deseo planteaban pasión, él trataba de
descifrar el enigma. Aquellas manos volvían una y otra vez por el
cuello, la espalda… de aquella mujer y él pensando si ella le
decía algo; si ella lo quería; si eso que leía era su forma de
pedir, de desear.
¡Basta!. Casi gritó él, ardiendo de
deseo.
– Yo te gusto –inquirió él.
– No – objetó ella –esto es puro
interés literario.
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